El
druida Enol, en su juventud, tenía tanto potencial que llamó la atención de una
elfa pese a ser un simple mortal y esta se enamoró del joven aprendiz de mago.
Al principio se contentaba con acompañarlo y observarlo y Enol notaba la
sensación de que un ser sobrenatural estaba cerca de él, pero también percibía
una gran calma y supo sin duda que se trataba de un ser benéfico. La elfa
pronto comenzó a ayudarle con sus estudios, inspirándole y susurrándole en
sueños las respuestas de los grandes interrogantes que Enol se hacía sobre el
cosmos, hasta que al final llegó a ser ordenado druida.
La
elfa empezó a visitarle en sueños, donde tomaba el aspecto de una mujer de
exuberante belleza. Enol era consciente de que aquella criatura con la que
soñaba no era humana y se empezó a enamorar de ella. Un amor imposible, entre
un humano y un ser de luz, pero ambos se buscaban día y noche. Cada día Enol
profundizaba más y más en las meditaciones, tratando de alcanzar el éxtasis, de
llegar a un estado alterado de consciencia en el que los seres feéricos son
visibles, al menos para los druidas. Ella estaba a su lado y le guiaba, le
inspiraba en su trabajo, le revelaba grandes secretos que pocos humanos saben,
hasta que Enol fue creciendo y convirtiéndose poco a poco en el druida más
poderoso que jamás pisase la Tierra. Por las noches, era ella la que lo
visitaba, cada día iba a verlo en sueños y le hablaba, le susurraba hermosas
palabras al oído. Enol sólo escuchaba música de sus labios, una música
hermosísima, una armonía tan perfecta que ningún humano sería capaz de haberla
compuesto jamás o tan siquiera de reproducirla, sólo a duras penas podía
escucharla. La lengua élfica, demasiado pura, era imposible de ser entendida
por un humano, aunque fuese druida, por lo que la elfa le hablaba usando el
lenguaje musical más bello que jamás un mortal haya podido escuchar, aunque
para ella era un lenguaje similar al que una madre utiliza con un niño pequeño
que aún no sabe hablar.
Enol
empezó, poco a poco, a aprender a entender el lenguaje musical en el que le
hablaba su elfa. Al principio simplemente quedaba anonadado por su belleza,
pero con el tiempo empezó a entender qué le quería decir y se afanó en
perfeccionar su canto para poder responderle. Enol llegó a tener una voz
prodigiosa, mejor que la de cualquier bardo o trovador que las gentes de su
comarca hubiesen conocido nunca, aunque para su elfa ese bello canto sonaba
como los torpes balbuceos de un niño que aprende a hablar y se enternecía con
ello.
Pasaron
los años y Enol alcanzó más sabiduría que ningún otro hombre, sus conocimientos
de magia, de filosofía, su conocimiento de la naturaleza… Enol se convirtió en
un líder querido y respetado por todos, porque su elfa guiaba sus pasos. Fue
perfeccionando más y más sus conocimientos sobre la música, ese bendito
lenguaje que le permitía entender a su elfa. En una larga conversación, le
preguntó a la elfa por los dioses y la forma de acceder a ellos y ella le dijo
que existía un lenguaje aún más puro que la música que estaba al alcance de los
humanos, un lenguaje tan abstracto y elevado que ni siquiera podían escuchar su
sonido como la música, sólo representarlo por escrito. Ese lenguaje eran las
matemáticas, en especial la geometría sagrada, presente en toda la naturaleza.
Enol pasaba el día entero estudiando, meditando, aprendiendo y bebiendo del
conocimiento que su elfa le brindaba. Llevaba años y años sin gozar con una
mujer, desde antes de ordenarse druida, cuando sólo era un jovenzuelo; pero el
placer que sentía con todo el conocimiento que tenía no podía compararse a
ningún otro placer carnal.
Un
buen día Enol decidió hacer un retiro al bosque y una vez allí meditó día y
noche durante semanas. Estaba en un estado de calma y paz espiritual tal que no
sentía necesidad de nada, no sentía hambre ni frío, en un estado entre el sueño
y la vigilia en el que podía ver con claridad, dejando casi de sentir el
cuerpo, hasta que finalmente lo consiguió. Consiguió lo que muy pocas personas
pueden, lo que ni los más altos sacerdotes, magos o sabios suelen conseguir:
trascender en vida. Enol trascendió de nuestro plano de la realidad a un plano
superior, en el que los colores eran mucho más vivos, en el que de hecho había
colores que no conocía, que el ojo humano no puede distinguir. Todo parecía
tener más cuerpo, más presencia, como si además de las tres dimensiones
habituales hubiese alguna más.
Notó
la extraña sensación de no sentirse corpóreo por primera vez, como si fuese
todo pensamiento, todo voluntad, todo inteligencia. Miró sin mirar, pues ya no
miraba con la vista humana, hacia abajo y vio su cuerpo dormido, apacible y
calmado. Sintió miedo, incluso un primer impulso de volver, pero en ese momento
escuchó una música lejana. Una música muy familiar y, casi instintivamente,
torpeando al principio pues no sabía desenvolverse en esta forma de existir,
siguió aquella música a la velocidad del pensamiento. En una fracción de
segundo se vio muy por encima de la Tierra, del Sol y de las estrellas,
elevándose por el espacio a millones de kilómetros de distancia, siguiendo
aquella hermosa música. Cuando quiso acordar, estaba más allá de los límites
del Universo, su percepción sensorial dejó definitivamente de funcionar. Ya no
estaba en el mundo físico. Un fogonazo de luz radiante, más pura que la de la
estrella más brillante, le inundó de golpe.
Estaba
en medio de esa radiante luz, tan blanca que no se distinguía forma o color
alguno, pero notaba miríadas de presencias junto a él. Notaba como miles de
seres lo observaban de alguna manera, aunque no con los sentidos. Podía
escuchar un rumor angelical, como millones de voces hablando juntas, pero
formando extrañamente una armonía entre todas ellas, vibrando a una frecuencia
tan alta que no se podía comparar a ningún sonido humano que jamás hubiese
escuchado nunca. Una melodía tan hermosa, tan inconmensurablemente bella, que
no podía ni siquiera compararse con sonido alguno producido por el hombre, por
el más talentoso de los bardos o el más virtuoso de los músicos. En ese momento,
notó una presencia bien conocida por él acercándose.
—Ya era hora de que vinieses a verme —le susurró una voz melodiosa con el mismo tono
musical con el que su elfa le había hablado tantas veces en sueños, pero esta
vez sí que la entendía perfectamente.
—¿Quién eres? —acertó
Enol a preguntar.
—Me llamo Anathal.
—¿Qué es este lugar?
—Estás en el Reino de los Elfos.
Enol
había estudiado las viejas leyendas, se le venían millones de preguntas a la
cabeza, miles de cosas que le gustaría preguntar, pero balbuceaba, entendía a
su elfa, pero no era capaz de responderle, no era capaz de articular palabra en
la hermosísima lengua élfica. Así es que se limitó a repetir una dulce estrofa
musical que Anathal le repetía muy a menudo en sus sueños y cuyo significado,
debido a la inmensísima paz y felicidad que le producía escucharla, había
deducido el sabio druida.
—Yo también te amo —respondió
de manera cándida Anathal.
—Te… te diría tantas cosas… —dijo
torpemente Enol.
—Lo sé… pero es hora de regresar— respondió Anathal pesarosa.
Enol
sintió como aquella presencia se alejaba y de pronto comenzó a sentirse muy
cansado, recordó por un momento la Tierra y en un suspiro, de nuevo a la
velocidad del pensamiento, estaba de nuevo en nuestro mundo, frente a su
cuerpo, sintiendo una atracción tremenda hacia él, hasta volver a fundirse con
su carne y despertarse súbitamente. El viaje hasta aquel remoto lugar y la
conversación con Anathal habían durado un tiempo que apenas le habían parecido
unos minutos, pero Enol sabía muy bien que el tiempo de los elfos, el evo, es
un tipo de tiempo diferente al tiempo humano. Cuando despertó estaba casi
deshidratado, desnutrido, muy débil. Como pudo emergió del bosque hasta que
unos leñadores lo vieron y le dieron auxilio. Al regresar al pueblo, sus vecinos
quedaron horrorizados por el mal estado en el que estaba pero se regocijaron al
volver a verlo, pues llevaba varios meses fuera y lo ha habían dado por muerto.
Aquella
noche volvió a soñar con Anathal y trató de preguntarle muchas cosas, la elfa
le respondió con dulzura, le dijo que había obtenido el gran premio, reservado
a muy pocos mortales, de ver el Reino de los Elfos en vida, pero que no debía
volver, pues ya había visto lo peligroso que era. Sin embargo Enol estaba
obsesionado, quería volver a hablar con Anathal, volver a sentirla, pues verla
era imposible. Pasó los días llorando de pena, echando de menos a su elfa,
deseando que llegase la noche para dormir y volver a verla y no queriendo
despertar nunca, pues los rayos del Sol, cruelmente se la arrebataban cada
mañana. Anathal sufría al verlo así, las melodías que emanaban de sus labios,
igualmente hermosas, comenzaron a ser más y más tristes, como una balada
fúnebre.
Enol
comprendió que a su amada le entristecía verlo así y trató de encontrar una solución
para poder volver a hablar con ella. Hablo con Xertrudes, la suma sacerdotisa
de Ataecina, y le contó lo sucedido. Su vieja amiga escuchó asombrada el relato
de Enol y, bendecida como estaba por la segunda
visión, le dijo que ella podía ver a su elfa, con el aspecto que adoptaba
para ser vista por los humanos, naturalmente, pero que podía verla y que no se
separaba de él ni un solo segundo. Xertrudes se llevó a Enol a una cueva
perdida en la que las sacerdotisas de Ataecina llevaban a cabo sus rituales de
iniciación y allí, después de concentrarse, entró en trance chamánico y fue
poseída por Anathal.
—Ahora soy yo la que viene a verte, querido.
—Te he echado tanto de menos, te diría tantas cosas,
te preguntaría tanto… —respondió con lágrimas
en los ojos Enol.
—Lo sé, cariño. Pero debes entender que una relación
entre un humano y un individuo de mi especie es imposible. Ya lo has visto, una
pequeña conversación en el Reino de los Elfos y casi mueres al regresar,
después de que hubieran pasado meses en tu mundo.
—¿No podrías tú venir a mi mundo? —preguntó Enol.
—Dijiste que me amabas ¿no es así? —dijo Anathal.
—Con todo mi corazón —respondió
el druida.
—Pues entonces no me pidas que venga a tu mundo, ya
has visto cómo es el mío… ¿de verdad quisieras retenerme aquí?
—Pensaba que tú también me amabas… —respondió decepcionado Enol.
—Te amo, te amo de una forma mucho más pura de lo que
los humanos jamás podríais llegar a entender el amor, porque no deseo poseerte,
deseo hacerte todo el bien que esté en mi mano —dijo
la elfa.
—Quiero hacerte el amor, Anathal —dijo finalmente Enol, dejándose llevar por un deseo
abrumador.
—No podemos tener sexo, Enol. Soy un ser de luz, incorpóreo
y tú eres un mortal —razonó la elfa.
—No he dicho tener sexo, he dicho hacer el amor —replicó el druida.
—Entiendo… podríamos hacerlo Enol, pero no debemos —contestó Anathal.
—¿Cómo podríamos?
—No podríamos en este mundo. Si me manifestase en mi
verdadero ser verías un ser de una belleza tan extraordinaria que tus ojos no
lo soportarían y quedarías ciego. Imagina mirar directamente al Sol, pues el
Sol es la luz de los elfos —dijo Anathal.
—Puedo taparme los ojos y no verte, sólo sentirte,
con eso me basta —suplicó Enol.
—Aunque así fuese, sentirías un placer tal que
probablemente morirías antes de llegar al orgasmo. Tu sistema nervioso no lo
soportaría. Los humanos, cuando morís, liberáis una gran cantidad de energía.
El momento último de morir sentís una sensación de placer inmenso comparable a
un orgasmo multiplicado por diez. Bien, esa sensación que en tu especie sólo se
siente en el momento de la muerte, ese placer inimaginable, sería lo que
sentirías cuando yo, sin tocarte, te hiciese la primera caricia. Sería
imposible que lo soportases —respondió la
elfa.
—He oído historias sobre la hierogamia, el matrimonio
entre un dios y una mortal. Si hasta los dioses pueden yacer con mortales, ¿por
qué los elfos no? —trató de razonar Enol.
—Eso ocurre en muy raras ocasiones, la mayoría de las
veces los dioses se encarnan en forma de avatar o bien dejan su simiente en el
vientre de la mortal sin unión sexual, pero sólo los dioses pueden obrar tal
prodigio —le contestó Anathal.
—Sin embargo dijiste que hay una manera de que hagamos
el amor, aunque no debemos —siguió el druida,
que no renunciaba a tomar a su amada aun a riesgo de su propia vida.
—En mi mundo podríamos, sentirías una sensación que
no te puedo explicar en ninguna lengua humana, una sensación tal que haría que
no volvieses a disfrutar del sexo con una mujer nunca más, después de haber
sentido eso —dijo la elfa.
—No me importa, soy tuyo Anathal, me entrego a ti,
ahora y para siempre —respondió apasionado el
druida.
—No eres mío, Enol, ni quiero que lo seas, porque si
fueses mi siervo no serías feliz. Pero además, si en una pequeña conversación
en el Reino de los Elfos pasaron meses en tu mundo, imagina el tiempo que
transcurriría si hacemos el amor. Años o tal vez siglos. No sobrevivirías y en
el caso de que lo hicieses, es un tiempo que no puedes permitirte perder,
porque tu destino es convertirte con mi ayuda en el druida más poderoso que
jamás haya existido.
—No puedo ser feliz sin ti, Anathal —respondió entre lágrimas Enol.
—Puedes y lo serás, yo te estaré cuidando y
protegiendo siempre y cuando llegue tu momento, cuando tu misión en la Tierra
haya terminado, te estaré esperando, entonces sí podremos estar juntos, pero no
antes —respondió Anathal.
—No me imagino una vida sin ti, ya no… es cruel
haberme enseñado tu mundo y ahora dejarme así —le
reprochó Enol.
—Los elfos desconocemos la crueldad, así es que si lo
he hecho, ten por seguro que ha sido por amor y que tu dicha y tu gozo serán
mayores de lo que puedas llegar a soñar, tanto en tu vida de mortal como
después —respondió la elfa.
—Yo… no sé qué decir —dijo
finalmente Enol.
—Dijiste que me amabas, ¿no es así? —preguntó Anathal.
—Con toda mi alma
—Entonces he de pedirte una prueba de amor, sólo una —dijo la elfa.
—¿Cuál? Haré lo que sea
—Déjame marchar. Si realmente me amas, déjame ir. De
ese modo demostrarás que me amas de verdad, que me amas de una manera pura, de
una manera similar a como amamos los elfos, no quieras poseerme, no quieras
retenerme, no quieras ser mi dueño. Eso, que los humanos llamáis amor, no lo es
realmente —respondió Anathal.
—Te he dado mi palabra de que haría lo que fuese —respondió sollozando Enol, comprendiendo que
dejarla marchar era lo único que debía hacer a pesar del profundo dolor que
sentía.
—Sé que mi marcha te romperá el corazón, pero has de
vivir, has de ser feliz, pues viéndote así sufro por ti —dijo Anathal.
—Así lo haré, amor mío.
Al
decir eso, Xertrudes, poseída por Anathal, se levantó y besó en los labios de
manera apasionada a Enol. Al hacerlo el trance chamánico se rompió y Xertrudes
despertó, atónita por lo que había sucedido. Enol sintió un sabor más dulce que
la miel en sus labios y una alegría inmensa, como si aquel beso hubiese borrado
de un plumazo todos sus pesares. El beso de Anathal no podía compararse ni por
asomo al beso de ninguna otra mujer, fue una sensación de paz, de amor
indescriptible, que llenó el alma del druida por completo.
Desde
ese día Anathal dejó de visitar en sueños a Enol, le dejó seguir con su vida,
le dejó crecer y aprender por sí mismo, pero siempre a su lado, inspirándole,
protegiéndole, cuidándolo. Enol sabía que Anathal estaba cerca y era feliz,
recordaba aquel beso y siempre le dibujaba una sonrisa. Desde aquel día Enol,
ya de por sí sabio como todos los druidas, se dirigió con un equilibrio y una
tranquilidad en todas las situaciones, por tensas o difíciles que estas fuesen,
que asombraba a todos los que lo conocían.
Aquel beso había sellado para siempre su destino.
Por eso, desde aquel día, no volvió nunca más a besar a una mujer en los
labios, pues no quería que ninguna pudiese borrar el beso de Anathal. Aunque en
el fondo sabía que aquel beso no estaba en sus labios, estaba en su corazón, de
donde nadie podría borrarlo jamás.
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