martes, 23 de mayo de 2017

Relato - Amor feérico

El druida Enol, en su juventud, tenía tanto potencial que llamó la atención de una elfa pese a ser un simple mortal y esta se enamoró del joven aprendiz de mago. Al principio se contentaba con acompañarlo y observarlo y Enol notaba la sensación de que un ser sobrenatural estaba cerca de él, pero también percibía una gran calma y supo sin duda que se trataba de un ser benéfico. La elfa pronto comenzó a ayudarle con sus estudios, inspirándole y susurrándole en sueños las respuestas de los grandes interrogantes que Enol se hacía sobre el cosmos, hasta que al final llegó a ser ordenado druida.
La elfa empezó a visitarle en sueños, donde tomaba el aspecto de una mujer de exuberante belleza. Enol era consciente de que aquella criatura con la que soñaba no era humana y se empezó a enamorar de ella. Un amor imposible, entre un humano y un ser de luz, pero ambos se buscaban día y noche. Cada día Enol profundizaba más y más en las meditaciones, tratando de alcanzar el éxtasis, de llegar a un estado alterado de consciencia en el que los seres feéricos son visibles, al menos para los druidas. Ella estaba a su lado y le guiaba, le inspiraba en su trabajo, le revelaba grandes secretos que pocos humanos saben, hasta que Enol fue creciendo y convirtiéndose poco a poco en el druida más poderoso que jamás pisase la Tierra. Por las noches, era ella la que lo visitaba, cada día iba a verlo en sueños y le hablaba, le susurraba hermosas palabras al oído. Enol sólo escuchaba música de sus labios, una música hermosísima, una armonía tan perfecta que ningún humano sería capaz de haberla compuesto jamás o tan siquiera de reproducirla, sólo a duras penas podía escucharla. La lengua élfica, demasiado pura, era imposible de ser entendida por un humano, aunque fuese druida, por lo que la elfa le hablaba usando el lenguaje musical más bello que jamás un mortal haya podido escuchar, aunque para ella era un lenguaje similar al que una madre utiliza con un niño pequeño que aún no sabe hablar.
Enol empezó, poco a poco, a aprender a entender el lenguaje musical en el que le hablaba su elfa. Al principio simplemente quedaba anonadado por su belleza, pero con el tiempo empezó a entender qué le quería decir y se afanó en perfeccionar su canto para poder responderle. Enol llegó a tener una voz prodigiosa, mejor que la de cualquier bardo o trovador que las gentes de su comarca hubiesen conocido nunca, aunque para su elfa ese bello canto sonaba como los torpes balbuceos de un niño que aprende a hablar y se enternecía con ello.
Pasaron los años y Enol alcanzó más sabiduría que ningún otro hombre, sus conocimientos de magia, de filosofía, su conocimiento de la naturaleza… Enol se convirtió en un líder querido y respetado por todos, porque su elfa guiaba sus pasos. Fue perfeccionando más y más sus conocimientos sobre la música, ese bendito lenguaje que le permitía entender a su elfa. En una larga conversación, le preguntó a la elfa por los dioses y la forma de acceder a ellos y ella le dijo que existía un lenguaje aún más puro que la música que estaba al alcance de los humanos, un lenguaje tan abstracto y elevado que ni siquiera podían escuchar su sonido como la música, sólo representarlo por escrito. Ese lenguaje eran las matemáticas, en especial la geometría sagrada, presente en toda la naturaleza. Enol pasaba el día entero estudiando, meditando, aprendiendo y bebiendo del conocimiento que su elfa le brindaba. Llevaba años y años sin gozar con una mujer, desde antes de ordenarse druida, cuando sólo era un jovenzuelo; pero el placer que sentía con todo el conocimiento que tenía no podía compararse a ningún otro placer carnal.
Un buen día Enol decidió hacer un retiro al bosque y una vez allí meditó día y noche durante semanas. Estaba en un estado de calma y paz espiritual tal que no sentía necesidad de nada, no sentía hambre ni frío, en un estado entre el sueño y la vigilia en el que podía ver con claridad, dejando casi de sentir el cuerpo, hasta que finalmente lo consiguió. Consiguió lo que muy pocas personas pueden, lo que ni los más altos sacerdotes, magos o sabios suelen conseguir: trascender en vida. Enol trascendió de nuestro plano de la realidad a un plano superior, en el que los colores eran mucho más vivos, en el que de hecho había colores que no conocía, que el ojo humano no puede distinguir. Todo parecía tener más cuerpo, más presencia, como si además de las tres dimensiones habituales hubiese alguna más.
Notó la extraña sensación de no sentirse corpóreo por primera vez, como si fuese todo pensamiento, todo voluntad, todo inteligencia. Miró sin mirar, pues ya no miraba con la vista humana, hacia abajo y vio su cuerpo dormido, apacible y calmado. Sintió miedo, incluso un primer impulso de volver, pero en ese momento escuchó una música lejana. Una música muy familiar y, casi instintivamente, torpeando al principio pues no sabía desenvolverse en esta forma de existir, siguió aquella música a la velocidad del pensamiento. En una fracción de segundo se vio muy por encima de la Tierra, del Sol y de las estrellas, elevándose por el espacio a millones de kilómetros de distancia, siguiendo aquella hermosa música. Cuando quiso acordar, estaba más allá de los límites del Universo, su percepción sensorial dejó definitivamente de funcionar. Ya no estaba en el mundo físico. Un fogonazo de luz radiante, más pura que la de la estrella más brillante, le inundó de golpe.
Estaba en medio de esa radiante luz, tan blanca que no se distinguía forma o color alguno, pero notaba miríadas de presencias junto a él. Notaba como miles de seres lo observaban de alguna manera, aunque no con los sentidos. Podía escuchar un rumor angelical, como millones de voces hablando juntas, pero formando extrañamente una armonía entre todas ellas, vibrando a una frecuencia tan alta que no se podía comparar a ningún sonido humano que jamás hubiese escuchado nunca. Una melodía tan hermosa, tan inconmensurablemente bella, que no podía ni siquiera compararse con sonido alguno producido por el hombre, por el más talentoso de los bardos o el más virtuoso de los músicos. En ese momento, notó una presencia bien conocida por él acercándose.
Ya era hora de que vinieses a verme —le susurró una voz melodiosa con el mismo tono musical con el que su elfa le había hablado tantas veces en sueños, pero esta vez sí que la entendía perfectamente.
¿Quién eres? —acertó Enol a preguntar.
Me llamo Anathal.
¿Qué es este lugar?
Estás en el Reino de los Elfos.
Enol había estudiado las viejas leyendas, se le venían millones de preguntas a la cabeza, miles de cosas que le gustaría preguntar, pero balbuceaba, entendía a su elfa, pero no era capaz de responderle, no era capaz de articular palabra en la hermosísima lengua élfica. Así es que se limitó a repetir una dulce estrofa musical que Anathal le repetía muy a menudo en sus sueños y cuyo significado, debido a la inmensísima paz y felicidad que le producía escucharla, había deducido el sabio druida.
Yo también te amo —respondió de manera cándida Anathal.
Te… te diría tantas cosas… —dijo torpemente Enol.
Lo sé… pero es hora de regresar— respondió Anathal pesarosa.
Enol sintió como aquella presencia se alejaba y de pronto comenzó a sentirse muy cansado, recordó por un momento la Tierra y en un suspiro, de nuevo a la velocidad del pensamiento, estaba de nuevo en nuestro mundo, frente a su cuerpo, sintiendo una atracción tremenda hacia él, hasta volver a fundirse con su carne y despertarse súbitamente. El viaje hasta aquel remoto lugar y la conversación con Anathal habían durado un tiempo que apenas le habían parecido unos minutos, pero Enol sabía muy bien que el tiempo de los elfos, el evo, es un tipo de tiempo diferente al tiempo humano. Cuando despertó estaba casi deshidratado, desnutrido, muy débil. Como pudo emergió del bosque hasta que unos leñadores lo vieron y le dieron auxilio. Al regresar al pueblo, sus vecinos quedaron horrorizados por el mal estado en el que estaba pero se regocijaron al volver a verlo, pues llevaba varios meses fuera y lo ha habían dado por muerto.
Aquella noche volvió a soñar con Anathal y trató de preguntarle muchas cosas, la elfa le respondió con dulzura, le dijo que había obtenido el gran premio, reservado a muy pocos mortales, de ver el Reino de los Elfos en vida, pero que no debía volver, pues ya había visto lo peligroso que era. Sin embargo Enol estaba obsesionado, quería volver a hablar con Anathal, volver a sentirla, pues verla era imposible. Pasó los días llorando de pena, echando de menos a su elfa, deseando que llegase la noche para dormir y volver a verla y no queriendo despertar nunca, pues los rayos del Sol, cruelmente se la arrebataban cada mañana. Anathal sufría al verlo así, las melodías que emanaban de sus labios, igualmente hermosas, comenzaron a ser más y más tristes, como una balada fúnebre.
Enol comprendió que a su amada le entristecía verlo así y trató de encontrar una solución para poder volver a hablar con ella. Hablo con Xertrudes, la suma sacerdotisa de Ataecina, y le contó lo sucedido. Su vieja amiga escuchó asombrada el relato de Enol y, bendecida como estaba por la segunda visión, le dijo que ella podía ver a su elfa, con el aspecto que adoptaba para ser vista por los humanos, naturalmente, pero que podía verla y que no se separaba de él ni un solo segundo. Xertrudes se llevó a Enol a una cueva perdida en la que las sacerdotisas de Ataecina llevaban a cabo sus rituales de iniciación y allí, después de concentrarse, entró en trance chamánico y fue poseída por Anathal.
Ahora soy yo la que viene a verte, querido.
Te he echado tanto de menos, te diría tantas cosas, te preguntaría tanto… —respondió con lágrimas en los ojos Enol.
Lo sé, cariño. Pero debes entender que una relación entre un humano y un individuo de mi especie es imposible. Ya lo has visto, una pequeña conversación en el Reino de los Elfos y casi mueres al regresar, después de que hubieran pasado meses en tu mundo.
¿No podrías tú venir a mi mundo? —preguntó Enol.
Dijiste que me amabas ¿no es así? —dijo Anathal.
Con todo mi corazón —respondió el druida.
Pues entonces no me pidas que venga a tu mundo, ya has visto cómo es el mío… ¿de verdad quisieras retenerme aquí?
Pensaba que tú también me amabas… —respondió decepcionado Enol.
Te amo, te amo de una forma mucho más pura de lo que los humanos jamás podríais llegar a entender el amor, porque no deseo poseerte, deseo hacerte todo el bien que esté en mi mano —dijo la elfa.
Quiero hacerte el amor, Anathal —dijo finalmente Enol, dejándose llevar por un deseo abrumador.
No podemos tener sexo, Enol. Soy un ser de luz, incorpóreo y tú eres un mortal —razonó la elfa.
No he dicho tener sexo, he dicho hacer el amor —replicó el druida.
Entiendo… podríamos hacerlo Enol, pero no debemos —contestó Anathal.
¿Cómo podríamos?
No podríamos en este mundo. Si me manifestase en mi verdadero ser verías un ser de una belleza tan extraordinaria que tus ojos no lo soportarían y quedarías ciego. Imagina mirar directamente al Sol, pues el Sol es la luz de los elfos —dijo Anathal.
Puedo taparme los ojos y no verte, sólo sentirte, con eso me basta —suplicó Enol.
Aunque así fuese, sentirías un placer tal que probablemente morirías antes de llegar al orgasmo. Tu sistema nervioso no lo soportaría. Los humanos, cuando morís, liberáis una gran cantidad de energía. El momento último de morir sentís una sensación de placer inmenso comparable a un orgasmo multiplicado por diez. Bien, esa sensación que en tu especie sólo se siente en el momento de la muerte, ese placer inimaginable, sería lo que sentirías cuando yo, sin tocarte, te hiciese la primera caricia. Sería imposible que lo soportases —respondió la elfa.
He oído historias sobre la hierogamia, el matrimonio entre un dios y una mortal. Si hasta los dioses pueden yacer con mortales, ¿por qué los elfos no? —trató de razonar Enol.
Eso ocurre en muy raras ocasiones, la mayoría de las veces los dioses se encarnan en forma de avatar o bien dejan su simiente en el vientre de la mortal sin unión sexual, pero sólo los dioses pueden obrar tal prodigio —le contestó Anathal.
Sin embargo dijiste que hay una manera de que hagamos el amor, aunque no debemos —siguió el druida, que no renunciaba a tomar a su amada aun a riesgo de su propia vida.
En mi mundo podríamos, sentirías una sensación que no te puedo explicar en ninguna lengua humana, una sensación tal que haría que no volvieses a disfrutar del sexo con una mujer nunca más, después de haber sentido eso —dijo la elfa.
No me importa, soy tuyo Anathal, me entrego a ti, ahora y para siempre —respondió apasionado el druida.
No eres mío, Enol, ni quiero que lo seas, porque si fueses mi siervo no serías feliz. Pero además, si en una pequeña conversación en el Reino de los Elfos pasaron meses en tu mundo, imagina el tiempo que transcurriría si hacemos el amor. Años o tal vez siglos. No sobrevivirías y en el caso de que lo hicieses, es un tiempo que no puedes permitirte perder, porque tu destino es convertirte con mi ayuda en el druida más poderoso que jamás haya existido.
No puedo ser feliz sin ti, Anathal —respondió entre lágrimas Enol.
Puedes y lo serás, yo te estaré cuidando y protegiendo siempre y cuando llegue tu momento, cuando tu misión en la Tierra haya terminado, te estaré esperando, entonces sí podremos estar juntos, pero no antes —respondió Anathal.
No me imagino una vida sin ti, ya no… es cruel haberme enseñado tu mundo y ahora dejarme así —le reprochó Enol.
Los elfos desconocemos la crueldad, así es que si lo he hecho, ten por seguro que ha sido por amor y que tu dicha y tu gozo serán mayores de lo que puedas llegar a soñar, tanto en tu vida de mortal como después —respondió la elfa.
Yo… no sé qué decir —dijo finalmente Enol.
Dijiste que me amabas, ¿no es así? —preguntó Anathal.
Con toda mi alma
Entonces he de pedirte una prueba de amor, sólo una —dijo la elfa.
¿Cuál? Haré lo que sea
Déjame marchar. Si realmente me amas, déjame ir. De ese modo demostrarás que me amas de verdad, que me amas de una manera pura, de una manera similar a como amamos los elfos, no quieras poseerme, no quieras retenerme, no quieras ser mi dueño. Eso, que los humanos llamáis amor, no lo es realmente —respondió Anathal.
Te he dado mi palabra de que haría lo que fuese —respondió sollozando Enol, comprendiendo que dejarla marchar era lo único que debía hacer a pesar del profundo dolor que sentía.
Sé que mi marcha te romperá el corazón, pero has de vivir, has de ser feliz, pues viéndote así sufro por ti —dijo Anathal.
Así lo haré, amor mío.
Al decir eso, Xertrudes, poseída por Anathal, se levantó y besó en los labios de manera apasionada a Enol. Al hacerlo el trance chamánico se rompió y Xertrudes despertó, atónita por lo que había sucedido. Enol sintió un sabor más dulce que la miel en sus labios y una alegría inmensa, como si aquel beso hubiese borrado de un plumazo todos sus pesares. El beso de Anathal no podía compararse ni por asomo al beso de ninguna otra mujer, fue una sensación de paz, de amor indescriptible, que llenó el alma del druida por completo.
Desde ese día Anathal dejó de visitar en sueños a Enol, le dejó seguir con su vida, le dejó crecer y aprender por sí mismo, pero siempre a su lado, inspirándole, protegiéndole, cuidándolo. Enol sabía que Anathal estaba cerca y era feliz, recordaba aquel beso y siempre le dibujaba una sonrisa. Desde aquel día Enol, ya de por sí sabio como todos los druidas, se dirigió con un equilibrio y una tranquilidad en todas las situaciones, por tensas o difíciles que estas fuesen, que asombraba a todos los que lo conocían.
Aquel beso había sellado para siempre su destino. Por eso, desde aquel día, no volvió nunca más a besar a una mujer en los labios, pues no quería que ninguna pudiese borrar el beso de Anathal. Aunque en el fondo sabía que aquel beso no estaba en sus labios, estaba en su corazón, de donde nadie podría borrarlo jamás. 

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