Cuando
hundió el filo de la navaja en el estómago de ese muchacho, pensó que sentiría
miedo. Sacar el arma no entraba en sus planes pero su razón se había visto
envuelta en una siniestra neblina, y antes de que pudiera darse cuenta aferraba
el mango y la hoja había agujereado la ropa y la piel de ese niñato como si de
mantequilla se tratase.
Sintió
unas gotas de sangre deslizarse por el dorso de su mano. La sintió cálida y
espesa. Pensó que sentiría repugnancia, asco.
Pero
no contaba con ese frenesí que la embargó. Cada gota era como una oleada de
placer que la dominaba, la extasiaba y la absorbía. Sin vacilar y sin titubeos,
giró con fuerza la navaja que aún se alojaba en el estómago del chico, haciendo
la herida varias veces más profunda y ancha y dejó emanar el vitar líquido
carmesí hasta que bañó su brazo.
Habría
gritado, aullado a la luz de la luna, celebrado esa victoria como una bestia
salvaje. Había saciado su orgullo. Había vencido según la ley del reino animal.
Pero
ella no era un animal.
Había
apuñado a aquel crío porque se lo merecía, porque su mera existencia le
resultaba molesta, innecesaria. Tan fútil y banal que casi le había extrañado
que brotase a borbotones sangre en vez de insustancial aire.
Así
que lo único que hizo fue limpiar con sumo cuidado y dulzura la hoja de su
apreciada navaja, darse la vuelta y dirigirse hacia la otra persona que había
contemplado la escena. Una muchacha que no podía variar la expresión de
sorpresa y horror el rostro.
La
chica, cubierta de sangre, hace un gesto señalando al chico que yace en el
suelo con un movimiento de cabeza.
—Creo que
eso es tuyo —le dice a la otra de irse.
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