El sol empezaba
a ponerse. El bosque estaba siendo engullido por la creciente oscuridad del
crepúsculo. En lo más profundo del bosque, un leñador robusto cortaba un gran
árbol. Era un hombre de enorme estatura, de por lo menos dos metros, su piel
estaba curtida por el paso del tiempo y por los rayos de sol, en las jornadas
de duro trabajo en el bosque. Tenía una larga, espesa y descuidada barba negra
como el carbón.
Su nombre era
Ignacio, aunque después de treinta años viviendo en aquella carcomida cabaña, casi
no recordaba su nombre ni su vida pasada
más allá de ese lapso de tiempo. La soledad era el precio que tuvo que pagar
por su pasado, un pasado casi olvidado.
Sin embargo, la
vida para Ignacio no fue tan mal. A pesar de vivir en lo más profundo del
bosque, él iba muy de vez en cuando a un pequeño y apartado poblado para comprar diversos
recursos que necesitaba. Ignacio pagaba todo esos recursos con su trabajo como
leñador. Todo el poblado conocía y quería a Ignacio, aunque no supiesen nada
acerca de su pasado antes de llegar allí. Era un hombre amable que siempre
ayudaba a aquel que necesitase su ayuda. Muchas veces él ayudaba a viajeros que
se perdían en aquel inmenso bosque, y los mantenía hasta que consiguiesen
contactar con sus familias.
Efectivamente,
por esto y por otras muchas cosas buenas que él realizó, Ignacio se consiguió
una gran reputación. Haciendo que las gentes del pueblo lo viesen como un
humilde héroe. Pero este héroe escondía un secreto, un oscuro secreto que había
ocultado durante treinta años.
Un día como otro
cualquiera, Ignacio decidió acabar con aquello que le recordaba su pecado años
atrás. Cerca de su vieja cabaña, había un enorme árbol. Aquel árbol lo había
plantado el viejo leñador hace treinta años, cuando él llegó al bosque. Al
principio no era más que un pequeño brote, pero con los años acabó por
convertirse en un majestuoso y gran árbol. Ignacio había esperado treinta
largos años para cortar aquel árbol. Aquel árbol que era el memento de sus pecados.
Fue una larga
tarde, pero al fin pudo tirarlo abajo. Estaba deseando que todo aquello
acabase. El viejo leñador llevó un poco de la madera del árbol a su cabaña,
ansioso por quemarla.
Ignacio puso
unos leños en la madera, y los prendió con unas cerillas que siempre llevaba
consigo. Cuando el fuego empezaba a crecer en la chimenea a Ignacio se le
llenaba el corazón de sentimientos como alivio, alegría… Por fin pudo librarse
de su pecado, después de tantos años.
Sin embargo, de
aquel fuego comenzó a salir una negrísima humareda que fue directa a la cara
del leñador. Él intentó taparse la boca pero no pudo hacer nada, el humo negro
se introdujo en su boca y se abrió camino hasta sus pulmones. Ignacio tosía
fuertemente, el ardiente humo negro le estaba quemando los pulmones. Se
retorcía mientras tosía una sustancia oscura y espesa. Cada vez que tosía, el
ardor que sentía en el interior de su cuerpo se hacía más fuerte. Sus ojos
estaban enrojecidos y llenos de lágrimas, no podía ver nada. Intentó ponerse en
pie para huir, pero perdió el equilibrio y acabó cayendo en las llamas de la
chimenea. Intentó gritar pero era inútil. Su piel, sus ojos y toda su cabeza
estaban siendo quemados por el fuego. Su piel se desprendía chamuscada de sus
músculos faciales, sus ojos explotaron, su sangre cayó en el calor de las
mortales brasas. Las llamas se expandieron en todo su cuerpo, el cual
permanecía sin vida, y acabó por devorar toda la cabaña donde él vivió durante
tantos años.
El fuego se
extinguió al poco tiempo. Ya solo quedaban los restos carbonizados de la cabaña
y los del cuerpo del viejo leñador. Ahora,
los espíritus de las personas que mató Ignacio, y que reposaban en aquel
gran árbol, podían descansar en paz; excepto el alma del leñador, que a partir
de ahora ardería en el Infierno por toda la eternidad.