Era una fría tarde
de febrero. Aquel año el frío parecía querer resistirse a abandonar una ciudad
que era conocida por su clima extremo. Carecía, tal y como la propia
protagonista de esta historia, de término medio.
La chica en
cuestión se dirigía en aquel momento a toda prisa a una cafetería que no se
encontraba muy lejos de su localización actual. ¿A qué se debía su
precipitación pues? Ni siquiera ella lo sabía con certeza.
¿Tantas ganas tenía
de verla? ¿Era ansiedad o simplemente un intento de no transgredir su riguroso
principio de puntualidad?
Cuando llegó,
presurosa, con la respiración agitada y unos nervios que nada tenían que ver
con la hora al lugar de la… ¿era apropiado usar la palabra cita? Bueno, en el
sentido más literal de la definición era un encuentro premeditado entre dos
personas. Pues sí, cuando llegó al lugar de la cita su mirada recorrió el local
con la velocidad propia de un animal de presa.
Pero la persona a
la que esperaba no se hallaba allí, así que como no podía ser de otra manera,
se dispuso a aplacar la creciente marea de víboras serpenteantes que se debatía
en sus tripas desde que horas antes hubiera recibido el mensaje de aquella
chica. Encendió un cigarro.
Poco sabía de la
chica a la que esperaba, pero algo tenía seguro: Le gustaba poco o nada ese
vicio que la había acompañado durante toda su adolescencia y que aún ahora, que
hacía unos años había alcanzado la edad adulta, era una de sus más fiables
compañías.
«Hay vicios peores»
pensó para sí misma. Sí, definitivamente había cosas muchos peores que consumir
su vida en el humo de un cigarrillo.
Entonces llegó
ella. Bradley la vio llegar, tal y como la había conocido. Nada en su ropa
insinuaba que quisiera llamar la atención y tenía, sin embargo, un estilo
propio que hizo en su momento que no pudiera pasar desapercibida a sus ojos de
cazadora, que relucieron un breve instante en cuanto aquella chica apocada de
rasgos dulces entró en su campo visual.
Catherine se paró
delante de ella denotando la timidez que la caracterizaba. A Bradley le
sorprendió comprobar la diferencia que observó en los ojos de la otra joven.
Distaban mucho de ser aquellos ojos que la habían mirado con soberbia y
altanería días atrás, como si quisieran decirle sin palabras: ¿Quién eres tú y
por qué me estás mirando?
Quién era ella… era
una gran pregunta. Tan compleja como habían sido las circunstancias que la
habían llevado a no saber responderla. Por qué la miraba era otro tema. La
había mirado porque ella no quería que lo hiciese. La había mirado porque ella
quería separarse del resto. Porque quería esconder una luz que brillaba en su
interior, como quien trata de ocultar una supernova con un folio de papel.
La miró y supo que
si sus caminos no seguían unidos tras aquella primera tarde en la que se conocieron
por casualidad, azar o causa del destino, no podría continuar con su existencia
como hasta ahora.
Y allí estaba, semanas
después mirando a Catherine y viéndola como si fuera la primera vez.
Ya habían quedado
varias veces pero siempre había sido en casa de Bradley, y en ese lugar
Catherine se comportaba como un gorrión desamparado. Bradley era una gran
aficionada al cine y se divertía encontrando películas que le gustaran a Cathy,
que tenía un gusto más que peculiar para el séptimo arte. Lo había convertido
en su particular juego.
¿Siempre tenía que
convertirlo todo en un juego de control? ¿También esa pobre chica iba a entrar
a formar parte de esa oscura parte de su mundo?
Pero no podía
evitarlo. Era como hacerle la ignominiosa petición al león de dejar escapar a
una cebra que ya ha capturado.
Cazar o ser cazado,
ese había sido siempre su lema.
—Hola, siento el
retraso —dijo Catherine con un hilo de voz sacando a Brad de sus turbulentos
pensamientos.
—No importa —respondió,
quitándole importancia—. Acabo de llegar.
Catherine se
dispuso a entrar en la cafetería y Brad la dejó ir delante y la siguió con
parsimonia, como un gato al que le abres la puerta y jamás la cruza de
inmediato. No pudo evitar fijarse en el suave contoneo de caderas de esa mujer,
que la invitaban a deslizarse por ellas hacia valles desconocidos y colinas que
parecían haber sido inexploradas por unas manos como las suyas. Sacudió la
cabeza. No, definitivamente ella no iba a formar parte de sus juegos. Era
demasiado… pura, frágil.
Apartando la lujuria y la adrenalina
que quemaban sus venas de predadora, se concentró en llevar una conversación de
lo más normal…
«Sus manos son tan
delicadas…»
…Y corriente. Como
si no oliese de forma tan dulce. Como si no le rehuyese la mirada cada pocos
segundos. Como si no se hubiese dado cuenta de que en dos ocasiones Catherine
había clavado sus ojos castaños en sus labios. Como si no hubiese fantaseado
con arrancarle la ropa y tomarla sobre los muebles de su casa múltiples veces.
Pero llegó el
momento de despedirse y ella le pidió permiso para abrazarla.
«Tendrá miedo de
que la muerda» pensó con ironía.
Le tendió los
brazos y ella se arrebujó entre ellos como el animalito que era, en busca de
calor entre sus zarpas. Y algo en su interior crujió y se resquebrajó, aunque
en ese momento ella no se diera cuenta. Y quiso más. Se abrazaron muchas veces,
ignorando flagrantemente miradas ajenas que sobraban por completo en la burbuja
que se había creado a su alrededor desde que se habían encontrado.
—Ven a verme
después, estaré sola.
Catherine lo dijo
sin ninguna intención, con absoluta inocencia. ¿Sería capaz Bradley de
corresponder esa inocencia? Podría fingir que aún restaba algo de misericordia,
o podía dejarse llevar.
Así que en esa habitación,
en el nido del gorrión asustadizo que todavía no la miraba fijamente a los
ojos, se recostó con tranquilidad, respetando el espacio vital de Cathy, pero
sin dejar de observarla. Estaba sentada en una silla de madera buscando
canciones para acompañar la noche con música.
Al rato se aburrió
y se sentó junto a ella, que guardó las garras retráctiles e intentó
mantenerlas guardadas. Pero algo la atraía hacia Catherine como un imán. Y ahí
estaba, otra mirada hacia la boca de Brad, un tenue rubor en las mejillas.
— ¿Por qué estás
tan cerca?
Cuando quiso
acordarse, Brad se dio cuenta de que estaban a escasos centímetros una de la
otra.
—No estoy tan
cerca. Estoy a cuatro centímetros y medio —repuso con calma.
— ¿Y por qué a
cuatro y medio y no a cinco o a tres? —la pueril pregunta casi la hace echarse
a reír.
—Cinco me parecen
demasiados y tres… un riesgo.
Lo que no esperaba
la depredadora es que la presa jugara a cazarla.
— ¿Y dos?
—Pues… nos
rozaríamos los labios.
— ¿Y uno?
—Sería casi un
beso, ¿no?
— ¿Y… cero?
Y entonces ocurrió.
Dos almas que habían vagado sin rumbo durante toda una vida se encontraron y se
saludaron como viejas amigas, reconociéndose como si siempre se hubieran
pertenecido.
Lo que ocurrió después es algo que os contaré en
otra ocasión.